La historia de Intelhorce, vista por sus trabajadores

Juan Reina, antiguo jefe de personal y de compras de la famosa industria malagueña, publica ‘Recuerdos de Intelhorce (Hechos y documentos)’

alfonso vázquez 02.04.2017 | «La Opinión de Málaga»

Una década ha estado trabajando Juan Reina Reina (Almogía, 1931) en los Recuerdos de Intelhorce (Hechos y documentos), una obra editada por ediciones del Genal (533 páginas, 25 euros) que recoge el valioso punto de vista de los trabajadores de la que, en su día, fue una de las 100 empresas de España en facturación y que llegó a emplear a más de 3.200 personas.

«Los compañeros están encantados, algunos me cuentan que han llorado», explica este malagueño que estuvo 30 años en la fábrica, en puestos tan relevantes como los de jefe de personal, jefe de compras y transporte y apoderado de la empresa.

En 2007 inició esta aventura, cuando envió cartas a sus compañeros para pedirles datos. Hay que tener en cuenta, señala Juan Reina, que cuando desapareció la fábrica, «los archivos los quemaron, lo mismo que vendieron y destruyeron toda la maquinaria», así que lo recopilado en este volumen, entre documentos, anécdotas, historias y alrededor de 400 fotografías, supone una importantísima aportación para la historia de Intelhorce.

La primera vez que Juan Reina escuchó hablar de la fábrica era un joven abogado en el despacho de Antonio Chaneta. «Me dijo que habían salido oposiciones para ingresar en Intelhorce como jefe de personal, oficial y auxiliares…me presenté a todo», ríe. Como detalla, los jefes en realidad ya habían sido designados antes, así que aprobó las oposiciones y en 1962 entró como oficial en el departamento de personal.
Comenzaba una relación de tres décadas con Intelhorce que terminó con el expediente de regulación de empleo de 1992. Intelhorce ya estaba entonces en manos de los italianos (el famoso Giovanni Orefici), que pocos años antes le habían retirado del cargo de jefe de personal.

«Salimos unos 742 trabajadores, prácticamente la mitad de la plantilla. No se quedó en condiciones de funcionar con normalidad», sentencia.

El libro comienza con los prolegómenos de lo que el autor denomina «la gran empresa industrial de Málaga», cuyos antecedentes se encuentran en 1950, con el decreto del Ministerio de Industria de un concurso público para montar en Málaga una industria textil algodonera, que empezaría a funcionar en 1962 con el nombre de Industrias Textiles del Guadalhorce. La inauguración oficial de los primeros 20.000 husos de hilatura tuvo lugar en febrero de 1963. Con los años, pasó a llamarse Intelhorce, General Textil España y en la última etapa, Hitemasa, hasta el cierre y liquidación en 2004.

En cuanto a los terrenos de la fábrica, en un primer momento se compró el Cortijo de Perales, junto al Guadalhorce, pero se descartó y el libro aventura varias causas: un terreno poco consistente, superficie insuficiente o bien que fue descartado por tratarse de una tierra de cultivo, poco apreciada entonces.

Al final se adquirieron unos terrenos en el kilómetro 5 de la carretera de Álora. En cuanto al Cortijo de Perales, en los 80 formó parte de la ampliación del Polígono Guadalhorce.

Todo el proceso

Como explica Juan Reina, la fábrica cubría todo el proceso de elaboración de los tejidos en las distintas naves de Intelhorce: «En la primera parte entraban las bolas de algodón, se convertían en tejidos, se pasaban a tejidos y a telares y se convertían en telas. Parte se vendía como tela cruda y otra parte se acababa aquí. Lo que más se hacían eran sábanas, toallas, paños de cocina, albornoces y también cazadoras y había una sección de tejanos», recuerda.
Fotos, documentos oficiales, recortes de prensa, anales, testimonios… el libro es una completa enciclopedia de la vida en una de las fábricas más importantes en la España de su tiempo.

Uno de los capítulos más curiosos para el lector es el de las anécdotas, pues retrata muchos aspectos de la marcha de la empresa. Un ejemplo, la huelga de cuatro días de abril de 1970: «La fábrica estuvo parada, pero el personal siguió acudiendo a sus turnos, aunque sin ponerse a trabajar, peculiaridad de las huelgas de Intelhorce», relata.

Lo más llamativo es que, parece, la huelga la propició un consejero delegado, quien llegó a hablar megáfono en mano desde la ventana de su despacho, «como si fuera un mitin».

En otra ocasión, en 1973, los nuevos propietarios de la empresa, el grupo Castell, trató de hacerse con acciones en poder de cuatro particulares, para alcanzar el cien por cien del capital social. En una comida en el merendero Antonio Martín, y ante la resistencia a vender, el gerente les tentó con que, con el dinero obtenido tendrían «para regalarle un abrigo de visón de sus señoras». Ni el visón pudo con estos cuatro accionistas, que no vendieron por motivos sentimentales.

También comenta el libro la fallida compra del solar en el que se encontraba la iglesia de la Merced, demolida por el Obispado de Málaga. El solar estaba a la venta por 2.250 pesetas el metro cuadrado y la empresa planteaba levantar un edificio para altos cargos. Pero cuando se autorizó la adquisición, un mes después, el solar ya se había vendido y además un poco más caro: a 2.350 pesetas el metro cuadrado.

Los apodos

Y otro de los capítulos más humanos es el dedicado a los apodos de los trabajadores. El autor escribe que «los apodos o motes, siguiendo la costumbre de los pueblos, de donde procede buena parte del personal de la empresa, constituyen una extendida seña de identidad en el lenguaje coloquial de la fábrica».

Eso sí, sólo aporta las iniciales de los apodados. Aquí van algunos: Cabeza palo, el Metralleta, Pecho de hierro, el Pelón, el Pelúo, la Amorosa, Popeye, Juan sin luces, el Comepollo, el Comunista, la Hippy…y por supuesto, el apodo del autor, quien en 1973, en época de conflicto, cambió su antiguo coche gris por un Renault 12 verde y como jefe de personal recibió el mote de el Aceituno, «diciendo que era verde por fuera y con el hueso dentro».

Otro capítulo importante agrupa los recuerdos de los trabajadores. Así, a Helga, la Alemana, lo que le llamó la atención al entrar fue «que prácticamente nadie sabía otro idioma que el español», mientras que un antiguo empleado que firma S.I. subraya que se queda con «el buen ambiente de compañerismo y colaboración que se encontraba», así como el sacrificar su tiempo libre con otros compañeros para ofrecer «proyecciones de cine y otras actividades recreativas» a los niños del «poblado», la barriada de Intelhorce, que por ciento cuenta con un capítulo propio.

Este mismo trabajador confiesa que su experiencia más enriquecedora fue «todo lo que he aprendido. Casi todo el que ha trabajado en Intelhorce ha salido diciendo que aquello fue una gran escuela». La obra de Juan Reina recoge las luces y sombras de la inolvidable fábrica de Intelhorce.

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